TRES JUEVES DE CARNAVAL
Era costumbre que durante tres jueves seguidos –siendo el último el de carnaval-, y como anuncio de la llegada de estos festejos ancestrales, saliesen por las calles del pueblo unos personajes singulares que, embullados en sacos, con la cara tiznada con hollín y grasa, y armados con palos y vejigas, encorrían a los vecinos, especialmente a los niños. Cada uno de estos personajes recibía el nombre de xarrabaldo o zaratrako, y su presencia en el valle del Roncal ha sido constatada al menos en las villas de Isaba y de Garde (es fácil suponer que en otros pueblos del valle también participaban). Los niños, entre el miedo, la risa, y el afán de aventura, les provocaban cantando: Mudao, Zaratrako, triko triko trako, una abarca y un zapato, no me meterás en el saco; la palabra “mudao”, derivada de “mudo”, era una clara alusión al silencio que mantenían estos personajes durante estos tres jueves y durante todo el Carnaval con el fin de que nadie les reconociese; todo lo más que llegaban a emitir era algún gruñido y, por las noches, unas diabólicas risas que tanto impresionaban a los niños que escudriñaban detrás de la ventana.
Jueves de compadre "Gizakunde"
Comenzados los actos propios del Carnaval, minuciosamente preparados por la juventud –fundamentalmente la juventud masculina-, los jóvenes se disfrazaban generalmente en grupos reducidos; esta ceremonia se hacía en secreto, y para ello se solía utilizar el sabayao (desván) o la cuadra. Los hombres se vestían de mujeres y las mujeres de hombres (finales del siglo XIX). Para asegurar el anonimato se salía furtivamente por alguna puerta trasera que diera a un huerto o al monte. Algunos testimonios orales nos indican que durante el siglo XX, hasta que desapareció el Carnaval, los vecinos ya no se disfrazaban, simplemente se vestían con ropas informales, normalmente grandes blusones, y se tiznaban las caras con hollín (los que se manchaban la cara recibían el nombre genérico de máskaras). En buena medida había desaparecido el travestismo propio del Carnaval, siendo este, sin duda, un aspecto más de la progresiva degradación que padecieron las carnestolendas izabarras.
En cada uno de estos grupos había un mozo que se distinguía de los demás por su “aspecto estrafalario”, “mal trajeado”, con disfraz de trapo negro o de piel de animal, con dos orificios para los ojos y proyectada la cara hacia delante de tal modo que pareciera que tuviese morro de fiera, y con un palo terminado en trapo –satar aga-, o con un bastidor de listones llamado sorgin-goaziak (tijeras de bruja). Cumplía la función de defender al grupo asustando y persiguiendo a los niños que venían a molestar; y recibía el nombre de mozorro-beltz (enmascarado negro), zatar (feo), o gathuzain.
Manejaban con gran habilidad la sorgin-goaziak, que era una especie de pantógrafo extensible, “un sistema de cruces hechas con listones de madera, y enlazadas en serie mediante ejes que les permitieran girar. Los brazos libres de un extremo servían de mangos del aparato, y los del otro extremo eran las hojas de la tijera. Separando o juntando los mangos el sistema se contraía o se prolongaba en ademán de atenazar a quien se hallase delante”. En muchos casos se colocaba en la punta una cabeza o una careta, con cuernos, con la que se asustaba a las mujeres. Con este artilugio se servían para tirar sombreros, levantar sayas y atacar con su rápido despliegue a los que curioseaban desde las ventanas.
Este personaje no era exclusivo de Isaba ni del valle de Roncal, pues estaba –y lo está todavía- muy extendido en todo el área de Zuberoa, muy propio de los carnavales souletinos. Una vez más ambas zonas comparten unos mismos elementos culturales, como sucede en costumbres, indumentaria e idioma.
Jueves de comadre "Emakunde"
Sin embargo el personaje emblemático del carnaval de Isaba era la amandixarko (amanditzarko o amandizarko), emparentada sin duda con el aitandixarko del vecino Uztárroz. Era esta un muñeco grotesco, con forma de espantajo o espantapájaros, construida sobre dos palos en forma de cruz a modo de armazón –similar al Miel Otxin de Lanz-, vestido de mujer con ropas viejas y andrajosas a las que se les había introducido abundante paja de relleno. Se trataba de una abuela de aspecto desagradable que se colgaba entre dos casas al principio del Carnaval, siendo una de ellas el edificio del Ayuntamiento, en donde permanecía hasta el último día.
Si la primera jornada del carnaval izabar estaba marcada por la colocación de la Amandixarko y por la actuación animada de los zaratrakos, la segunda jornada del carnaval izabar estaba protagonizada por el desfile de Carnaval y por el baile en la plaza. Mariano Estornés, en su libro “Oro del Ezka”, lo describe con gran fidelidad y riqueza de datos, de la siguiente manera:
“Por la Plaza Bizkarra llegaba la música carnavalera. El txistu, la guitarra y las cucharas, formaban una extraña banda. Delante de todos un gigantón barría la calle con una escoba de brezo. Llevaba la cara cubierta de cera. Los botones de su chaqueta de arpillera eran caracoles vivos. Cuando pasaba la escoba por algún excremento la gente se atrasaba, porque sabía su afición a ensuciar a los mirones. Los movimientos de su escoba sucia levantaban oleadas de gritos. Una cuadrilla de hombres, cubiertos con sobrecamas de colores, al lanzar sus gritos demoníacos, enseñaban monstruosas dentaduras de patata. Dos gibosos se molían a garrotazos las jorobas. Un húngaro y su oso, cubiertos de musgo, hacían acrobacias, terminadas siempre con ataques del oso desmandado entre la gente. Un afilador de gran nariz borracha afilaba los cuchillos sobre una rueda imaginaria. Detrás iba un viajante con su gran maleta. Sus compañeros lo levantaban en hombros hasta las ventanas. Allí echaba un discurso de despedida como si tomara el tren, y se metía en la casa. Aparecía por otra ventana con un jamón, seguido por las mujeres que forcejeaban por quitárselo. Toda esta cabalgata pasó como un torrente por debajo del Amandizarko, dándole empujones, haciéndolo subir hasta los tejados.
La plaza se llenó y empezaron los bailes. De la callejuela próxima llegó una tropa de chiquillos. Detrás venía una máscara, con una gran careta de gallo, que repartía picotazos furibundos. Otras dos, con los cuerpos totalmente cubiertos de bojes, repartían vejigazos con una ligereza increible.
Llegaron las mujeres vestidas de mondongueras y empezaban a simular un lavado de mondongos en medio de la plaza, con sus caras bien tapadas. Pero pronto la atención de todos fue un hombre que llegó ostentando una pierna monstruosa, rellena de hierba. Sobre el pecho llevaba un reloj de patata, en su cara un antifaz y unos bigotes de estopa. Con su voz gangosa ofrecía un medicamento que llevaba en un plato. De cuando en cuando saludaba al público levantando su hongo. Pero pronto todo el mundo huyó de él por la peste que salía del plato… Después se armó una gozosa algazara. Los gibosos se peleaban con el de la pata gorda. La pierna y las jorobas se enflaquecían y la plaza se llenaba de hierba”.
Este relato de Mariano Estornés perteneciente a una obra suya que lleva ya unas décadas agotada, y que hoy recuperamos aquí por su alto interés, fue cuidadosamente contrastado en los años ochenta con el recuerdo de aquellos mayores que retuvieron en su memoria los viejos relatos de sus predecesores. Desde ese análisis comparativo, que ya hoy no se podría hacer con la misma rigurosidad por haberse contado entonces con la colaboración de una generación hoy extinguida, podemos afirmar sin miedo que estamos ante una descripción literaria perfecta y fiel a lo que en el siglo XIX fueron aquellos desfiles de Carnaval en Isaba.
El baile de disfraces de esta segunda jornada se caracterizaba por la originalidad de la juventud izabar en el diseño de sus propios disfraces que permitían garantizar el anonimato y un buen ambiente festivo. Otro detalle propio de este acto los miles de confetis que se arrojaban, llegando a cubrir la plaza por completo.
Pero el roncalés siempre ha sido escrupulosamente respetuoso con sus creencias religiosas, y la celebración de las carnestolendas no habría de ser una excepción. Es por ello que, finalizado el baile, se culminaba la jornada festiva con un breve desfile que se disolvía tras el toque de oración. A partir de ese momento nadie podía llevar la cara tapada, y el Carnaval abría un paréntesis de tregua hasta la siguiente jornada. Durante ese último desfile previo al toque de oración, muchas máscaras, en medio de las risas de todos, aprovechaban para descubrir en público su verdadera identidad.
Jueves de lardero "Orakunde"
El tercer jueves, y último del Carnaval, las calles de Isaba se animaban ya a media mañana con el recorrido continuo de diversas rondas, convertidas cada una de ellas en espectaculares desfiles de carnaval en los que el vecindario se deleitaba con las actuaciones cómicas de sus anónimos convecinos. Los más curiosos cuchicheaban las posibles identidades de aquellos personajes sumergiéndose en el terreno de las suposiciones. Las diferentes cuadrillas se preocupaban de no dejar ningún rincón del pueblo sin animar; Burguiberria, el Txoko, Mendigatxa, Erminea, Bormapea… ¡todo era una animada fiesta!. Esta especie de pasacalles carnavalesco era conocido popularmente como la Ronda de los Casados.
Este periplo por la villa roncalesa era aprovechado por los mozos y mozas de Isaba para recoger por las casas toda clase de alimentos con los que poder celebrar después una buena cena. Así pues, se detenían, perfectamente disfrazados, ante cada una de las casas del pueblo –con la excepción de las que guardaban luto o estaban aquejadas de alguna otra desgracia-; una vez que se habían plantado delante de la puerta comenzaban los rondadores con sus “chillos y relinchos” que no cesaban hasta que aparecía en el umbral la dueña, o el dueño, de la vivienda con su obsequio gastronómico, que solían ser bien unas magras, bien unas txulas, longaniza, morcilla o algún otro embutido que los mozos iban pinchando en sus espedos. En otras casas abrían de par en par sus puertas e invitaban al grupo de máskaras a subir a la cocina, en donde, entre copa y copa de licor, eran invitados a degustar unas pastas, bizcocho, queso, longaniza, u otros productos. El arte estaba en no ser reconocidos, lo que obligaba no sólo a una buena sesión de maquillaje a base de hollín y grasa (y en algunos casos plumas), sino en deformar la voz, o a saber estar callado.
Se han recogido algunos datos que nos indican que en las últimas ediciones del carnaval izabar, antes de la guerra de 1936, los mozos agradecían el aguinaldo cantando unas viejas coplas que antaño se empleaban exclusivamente en la Nochebuena , y que decían así:
“Esta casa, buena buena casa
otzuneki ogi paputto bat
natarabitate urterebitate
egosi egosi a encomendar
a la Virgen María.
Cuatro cantores hay en el cielo,
Lucas, Marcos, Juan y Mateo,
Virgen Madre de Dios
no hay en el mundo tal como Vos”
Si bien, la adaptación de esta letra original a unos festejos mucho más profanos como lo eran los carnavales, y la pérdida acelerada del uskara roncalés, daban pie a la aparición de otras versiones en las que la lengua vasca había desaparecido o aparecía testimonialmente con vocablos recuperados a oídas; así pues, en el barrio de Burguiberría se cantaba:
“Esta casa, buena buena casa,
anosi anosi
encomendaros a San José
y a la Virgen María.
Cuatro cantores hay en el cielo,
Lucas y Marcos, Juan y Mateo,
Señora Santana (Santa Ana)
¡qué se dice de Vos!,
no hay en el mundo tal como Vos”
Mariano Estornés, coincidiendo con otros testimonios, alude a la Ronda de los Casados como un acto de gran participación: “La ronda de los hombres casados era numerosa. La mayoría llevaba las caras pintadas con minio y mostraba dientes de patata para asustar a los chicos. Y espedos al aire llenos de magras, longanizas y morcillas. Algunos manejaban movibles pantógrafos que se estiraban prodigiosamente hasta las ventanas, asustando con sus cuernos a las mujeres y a los niños. También había máscaras, tapadas con viejas sobrecamas, que se agarraban del cuello y se quejaban de quien sabe qué males”.
Llegada la tarde todos los festejos quedaban reducidos a un baile en la plaza o a celebraciones más íntimas, de cuadrilla, que tenían como escenario las cocinas, los sabayaos, o las tabernas.
Antes de oscurecer, la totalidad de las cuadrillas iban concentrándose en la plaza. Llegado el momento se descolgaba a la Amandixarko y se procedía a su destrucción; generalmente se apaleaba al muñeco y se destrozaba desparramando su relleno de paja por el suelo de la plaza. Otros testimonios del siglo XX aluden a la quema del muñeco junto a la pared de la iglesia parroquial, si bien, todo parece indicar que se trataba de los últimos coletazos de un carnaval que desaparecía discretamente después de haber perdido a algunos de sus personajes más característicos, sin desfile, y con unas rondas aquejadas, a juicio de muchos de los entrevistados, de poca originalidad.
Sepa valorar el lector este blog como el fruto –aquí resumido- de una detallada labor de investigación en la que se han recuperado para siempre los testimonios de una generación extinguida; constituyéndose, de esta manera, en una pequeña aportación a la historia de Isaba y al estudio folclórico del carnaval navarro, a la vez que sirve de reconocimiento y homenaje a aquellas generaciones de antaño que durante siglos supieron recoger, cuidar y transmitir el testigo de una lengua, de unas tradiciones y de unas formas de vida, relegadas hoy al recuerdo de nuestros mayores.